El accidente

«Mi universo se ha llenado de árboles», se dijo Nel­son al despertar. Miró a sus padres Gladys y Lucio, luego a los demás pasajeros que habían subido mien­tras dormía. Supuso que faltaba mucho para llegar a la casa de su abuela. La ruta era una culebra enrevesada sobre un cerro jugoso. Olía a frutas, a hierbas, a río. Las ho­jas se posaban en los pasajeros, el equipaje y el techo verdeazul del carricoche. A veces Gladys se cubría la boca y dejaba salir los grititos que nunca pudo refre­nar en el camino a la casa de su madre. Lucio ni se enteraba, el sueño le presillaba los párpados. La niña sentada frente a Nelson era bonita. El azul se le salía por las pupilas, como si se hubiera tragado un pedazo de cielo. Tenía los ojos llorosos y él no po­día quitarle la vista. Cuando ella lo sorprendió mirán­dola, él se sonrojó y volvió el rostro hacia el camino. ¿Por qué la niña le trasmitía tanta tristeza? La señora a su lado era un charco de lágrimas. ¿Qué le pasaba? ¿Y si de pronto aparecía una banda de delincuentes? ¿Y si los secuestraban? ¿Podía suceder? Nervioso, miró los revólveres del cochero, tomó la mano de su madre y se recostó en ella. No sabía que a la niña le hubiese gustado sacarse un papel del bolsillo, anotar sus inquietudes y dárselas a leer. Pero ella no llevaba lápiz ni papel. Ni siquiera tenía un bolsillo. Entonces Nelson se fijó en un joven vestido de negro al final del carricoche. Parecía un cuervo con gafas oscuras. Se preguntó qué hacía toda aquella gente en el fin del mundo. Un señor desgarbado rasgaba de vez en vez su vio­lín. Otra joven delgada exhibía unos bigotes larguí­simos. Dos señoras gruesas hacían comentarios sin importancia, pero el sonido de los cascos del caballo apagaba las voces de los viajantes. Las ruedas del ca­rricoche magullaban las escasas hierbas del sendero. El barro parecía querer tragárselos a todos. Nelson se concentró en los sonidos de la maleza.« Las abejas zumban», se dijo. «Los pájaros trinan, los cuervos graznan, las golondrinas trisan, las palo­mas arrullan, los pollitos pían…».El chillido de la cotorra colgada en la esquina de­lantera interrumpió sus cavilaciones. «Las cotorras parlan. Más bien escandalizan», de­terminó Nelson mirando a la parlanchina. Una de las señoras sacó un espejo, se miró los ca­chetes amanzanados, acomodó los mechones ama­rillentos detrás de las orejas y amenazó a la cotorra con el puño. Lucio ni se movía. La señora de enfrente abarcaba mucho espacio, parecía ser la dueña de todos los bultos. Sus brazos rechonchos reposaban sobre un bolso de mimbre donde traía un pollo. El muchacho de negro había fijado la vista en un punto indefinido del techo. Su atuendo le pareció increíble a Nelson. Lo miró desde la punta de los zapatos (botas negras como la muerte), pantalón de película antigua, cami­sa de cuello alto, almidonado, rígido como las placas que le hacían a su papá para ver por qué siempre te­nía sueño. Lucía unos tres años mayor y llevaba gafas sombrías como el resto de su indumentaria. Nelson se detuvo en las hebillas de las botas, anchas y plateadas. «¿Te gustan mis botas?», escuchó Nelson y la pre­gunta le hizo dar un salto. Sorprendido por la voz inesperada miró a la niña. Ella levantó las cejas cuestionando el brinco capri­choso: el carricoche se desplazaba ahora por un ca­mino libre de huecos y piedras. Desconcertado, Nel­son volvió a mirar al muchacho de negro, pero aquel no se movió. A causa de las gafas no pudo verle los ojos, pero advirtió una sonrisa en los labios finos, casi blancos. La señora frente a Lucio hizo una mueca y acarició al pollo.

—Parece que fuéramos adentrándonos en el set de una de mis películas —dijo la flaca de los bigotes y se quitó el sombrero. Sus trenzas se agitaron al viento, palmotearon el rostro del señor del violín—. Yo me paseaba en limusinas por ciudades que ni imaginan. Me codeaba con gente importante. Cineastas. Veo que eso no les dice nada. Qué van a saber, con esas caras… No se imaginan cuántos enamorados tuve en el mun­do del cine. Y ahora, ¡qué horror! —Estiró la mano hasta el rostro del señor y le tumbó la garrafa de licor de la que bebía—. Quién lo iba a decir: yo en este ca­rricoche de mala muerte como si fuese una persona común y corriente. Oh, my God!

La señora del espejo soltó una carcajada. Ensegui­da carraspeó con discreción. La cotorra volvió a chillar. La flaca miró al ave con deseos de descuartizarla, pero prefirió calmarse.

—Ya me pedirán perdón por esas caras incrédulas. —Y se torció los bigotes. Gladys intentó reír, pero la carcajada murió al ins­tante. Un bramido de otro mundo envolvió al carri­coche. El viento empezó a devastar prominencias, pá­jaros y mogotes de barro. Los viajeros, aturdidos por el miedo, se aferraron a las barandas de madera y a las extremidades de sus acompañantes. La jaula de la cotorra fue arrastrada por el viento y el carricoche se volcó sobre el camino. Una llamarada gigantesca de­flagró en el aire, se abatió contra las piedras y los árbo­les. Viajeros, caballo, carricoche y equipajes cayeron por la barranca.

Ana Rosa Díaz Naranjo. Escritora cubano-española. Artista de la plástica, de audiovisuales, y actriz. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (La Habana, 2003). Graduada de Teatro para niños y de títeres. Ha publicado los libros de poesía Pasos en el borde (Cuba, 2003), Profecías del Arquero (Cuba, 2008), Otra vez el cielo (Venezuela, 2013), Glosar el viento (Estados Unidos, 2022) y Poemas Oral Traumáticos y Cósmicos en Profecías del arquero (México, 2018) y Monte adentro (Élida Ediciones, España, 2023). Las novelas El hueco (Alemania, 2020), Rani y la charca misteriosa (2020 y 2021), y La ruta del encuentro (Platero Editorial, España, 2023) Delegada del “The Cove Rincón” (Capítulo España) y Miembro de la Unión Nacional de Escritores de España. Ha sido beneficiada en 2023 con la Beca de Resiliencia para Artistas Cubanos Migrantes en su primera edición. Reside en Madrid.

“El accidente”, primer capítulo de la novela La ruta del encuentro.
Primera edición: noviembre, 2023
© 2023, del texto e ilustraciones Ana Rosa Díaz.
© 2023, de la edición, maquetación y diseño Platero CoolBooks.
© Platero Editorial S.L.

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